la cosa en Copenhague arrancó movida, para qué le vamos a mentir. El primer ministro de Hungría, Viktor Orbán, que nunca se anda con chiquitas y siempre tiene una declaración picante bajo el brazo, llegó a la cumbre de líderes de la Unión Europea y, sin anestesia, dejó bien clarito el panorama. Para él, y por extensión para su país, la idea de que Ucrania se sume al club europeo no es algo que esté sobre la mesa. Ni ahora, ni en el futuro cercano. Fue un balde de agua fría para muchos que esperaban, quizás con más optimismo que realismo, que la presión conjunta pudiera torcerle el brazo. Pero Orbán es un hueso duro de roer y lo demostró una vez más.
El tema de fondo, el que genera todo este lío, es cómo se toman las decisiones importantes en la Unión Europea. Para que un nuevo país se integre, se necesita que todos, absolutamente todos los veintisiete miembros, estén de acuerdo. Es lo que se llama unanimidad. Si uno solo dice que no, la cosa se tranca. Y acá es donde entra en juego la propuesta del presidente del Consejo Europeo, António Costa, quien, viendo que el veto húngaro era un muro infranqueable, tiró una idea para buscarle la vuelta: cambiar las reglas del juego. Sugirió que para abrir los capítulos de negociación, en lugar de unanimidad, alcanzara con una mayoría cualificada. Un atajo, digamos, para esquivar el «no» de Hungría y poder avanzar.
Pero Orbán, ni lerdo ni perezoso, le cortó el viaje de una. «Acá hay un procedimiento legal que está fijado de forma estricta, y nos tenemos que apegar a eso. Y eso significa decisiones unánimes», sentenció con una firmeza que no dejaba lugar a interpretaciones. Para él, no hay grises. Las reglas son las reglas y no se van a cambiar a mitad del partido solo porque a la mayoría le convenga. Con esta declaración, no solo le cerró la puerta a Ucrania, sino que también le mandó un mensaje directo al resto de los líderes: no intenten buscar caminos alternativos, porque por ahí tampoco van a pasar. La postura húngara se mantiene sólida como una roca, anclada en los tratados y en la defensa de su derecho a veto.
Para justificar su negativa, Orbán no se anduvo con rodeos diplomáticos y fue directo al hueso del asunto. Su principal argumento es que Ucrania, en su estado actual, no es un país soberano. Una afirmación fuerte, sin duda. ¿Y en qué se basa para decir algo así? En la plata. «No tienen dinero para mantenerse a sí mismos», explicó. «Somos los europeos quienes les pagamos todo. Y si alguien te paga las cuentas, no sos un país soberano». Es una lógica cruda, casi brutal, que despoja al debate de cualquier romanticismo geopolítico y lo reduce a una cuestión puramente económica y de dependencia. Para Orbán, la soberanía no es solo tener una bandera y un himno, es tener la capacidad de autosostenerse, algo que, según él, Ucrania hoy no posee.
Frente a este diagnóstico, el primer ministro húngaro no se limitó a decir que no, sino que también planteó lo que él considera una alternativa viable. Su propuesta es dejar de lado la idea de la membresía plena y, en su lugar, trabajar en un «acuerdo estratégico» con Ucrania. ¿Qué significa esto? En sus propias palabras: «Tenemos que apoyarles, eso no lo cuestiono, pero la cuestión es cómo lo hacemos. La membresía es demasiado, necesitamos solo un acuerdo estratégico». Es como decirle a un vecino que lo vas a ayudar con la mudanza y a pintar la casa, pero que no por eso se va a instalar a vivir en tu living. Un apoyo con límites claros, una cooperación intensa pero sin las obligaciones, derechos y, sobre todo, los costos que implicaría convertir a Ucrania en un socio más del bloque.
Profundizando en sus razones, Orbán detalló los dos grandes problemas que, a su juicio, traería la adhesión de Ucrania. El primero es la guerra. «Ser miembro significaría, en primer lugar, que la guerra entraría en la Unión Europea», advirtió. Esto no es un tema menor. La UE tiene cláusulas de defensa y asistencia mutua, y meter a un país en pleno conflicto bélico en el club sería abrir una caja de Pandora con consecuencias impredecibles para la seguridad de todo el continente. Sería, en la práctica, importar el conflicto y hacerlo un problema interno, un bolonqui de proporciones mayúsculas que nadie, ni siquiera los más entusiastas, sabe bien cómo se podría manejar.
El segundo gran «pero» es, como no podía ser de otra manera, el dinero. «Y segundo, que el dinero de la Unión Europea iría a Ucrania», continuó. Orbán sabe que este es un argumento que resuena fuerte no solo en Hungría, sino en muchos otros países contribuyentes netos. La reconstrucción de Ucrania costará una cifra astronómica, y su integración al presupuesto común europeo significaría una reasignación masiva de fondos. Fondos que, hoy por hoy, se destinan a agricultores, a proyectos de infraestructura o a cohesión social en los países miembros. Orbán lo plantea sin vueltas: esa plata dejaría de ir a donde va ahora para concentrarse en el nuevo socio, y eso, para él, es simplemente «malo» para los intereses de su gente.
Con una pizca de visión a largo plazo, o quizás de ironía, reconoció que «nadie sabe qué puede pasar en cien años», dejando una puerta microscópica abierta a un futuro lejano e incierto. Pero inmediatamente volvió a la realidad del presente para rematar: la respuesta actual es un no rotundo. No se puede, no se debe y no se va a hacer. La combinación de la guerra y el costo económico forma una barrera que, desde la perspectiva húngara, es insuperable en las circunstancias actuales. No hay negociación posible cuando los fundamentos mismos de la propuesta son considerados perjudiciales para el bloque y para su propio país.
Y para que no quedara ninguna duda, después de las declaraciones a la prensa, se fue a las redes sociales y redobló la apuesta. En un mensaje contundente, dejó claro que su gobierno no tiene la más mínima intención de ceder. Ni en el tema de la adhesión de Ucrania, ni en el envío de más fondos a Kiev, ni mucho menos en cortar las importaciones de gas y petróleo que vienen de Rusia, un punto clave de su política energética. «Todo esto va en contra de los intereses de Hungría», escribió. «La presión es fuerte y los ataques llegan de todas partes, pero no cederemos». Un mensaje de resistencia, dirigido tanto a sus colegas en Bruselas como a su electorado en casa, reafirmando su papel de defensor de la soberanía y los intereses nacionales húngaros por encima de todo.
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