La cosa en el Mediterráneo está que arde, y no es por el calor del verano que se acerca. El ambiente está más caldeado que nunca con la pulseada entre el gobierno de Israel y la gente de la Global Sumud Flotilla, una caravana de barcos que, contra viento y marea, intenta llegar a la Franja de Gaza con ayuda humanitaria. La tensión se puede cortar con un cuchillo, y desde Jerusalén ya salieron a marcar la cancha con una advertencia que sonó fuerte y clara. Fue el propio ministro de Exteriores israelí, Gideon Saar, quien tomó la posta este miércoles para pedirles, casi que rogarles, que peguen la vuelta. No lo hizo de cualquier manera, sino que sacó a relucir el apoyo de varios países europeos, como para que quedara claro que no están solos en esta parada.
En un mensaje que no dejó lugar a dudas, publicado en sus redes sociales, Saar le habló directamente a la flotilla. «España también les ha pedido que no sigan su curso», subrayó, poniendo sobre la mesa el peso de un gobierno europeo importante. Pero no se quedó ahí, bo. También mencionó un comunicado conjunto que habían sacado unas horas antes los gobiernos de Italia y de Grecia, dos países con costas en el mismo mar donde se desarrolla este drama. La estrategia es clara: mostrar que no es un capricho de Israel, sino una preocupación compartida por varios actores de la región. Quieren aislar a la flotilla, pintarla como un grupo de porfiados que no atiende a razones, ni siquiera de sus propios vecinos.
Saar fue más allá y calificó toda la movida como una «provocación Hamás-Sumud», metiendo a la organización palestina en el medio del asunto y quitándole el carácter puramente humanitario que los activistas defienden. «Desde todas partes, hay llamamientos para que esta provocación se detenga», insistió el ministro, como diciendo que el mundo entero les está pidiendo que paren la mano. Para él, y para su gobierno, la intención de fondo no es llevar comida o medicamentos, sino generar un conflicto mediático y político. Es una pulseada de relatos, donde cada uno intenta imponer su versión de los hechos ante la opinión pública internacional, que mira todo este lío con una mezcla de preocupación y desconcierto.
A pesar de la dureza de sus palabras, el jefe de la diplomacia israelí dejó una puerta abierta, una salida que, según él, todavía es viable. «No es demasiado tarde», afirmó, ofreciendo una alternativa que suena razonable a primera vista. La propuesta es que los activistas desembarquen toda la ayuda que llevan en Israel, en Chipre o en «cualquier otro puerto de la región». La idea, según la versión israelí, es que la carga sea inspeccionada por sus autoridades para asegurarse de que no entre nada indebido a la Franja y que, una vez revisada, ellos mismos se encargarían de hacerla llegar a destino por los canales oficiales. Para Israel, si la intención es genuinamente humanitaria, esta debería ser una solución aceptable para todos.
Pero claro, del otro lado la ven muy distinta. La gente de la Global Sumud Flotilla, que ya se encuentra en lo que se considera la zona de riesgo, a poco más de cien millas de la costa de Gaza, ni piensa en dar marcha atrás. Para ellos, el problema no es solo la falta de ayuda, sino el bloqueo en sí mismo. Su viaje es un acto de desobediencia civil, un desafío directo a una política que consideran injusta y colectivamente dañina para la población gazatí. Aceptar descargar en un puerto israelí sería, desde su perspectiva, validar ese mismo bloqueo que están intentando romper. Sería como ganar el partido en los papeles, pero perderlo en la cancha de los principios.
Además, la situación en alta mar ya se está poniendo densa. Los organizadores de la flotilla han denunciado varias acciones de hostigamiento por parte de las Fuerzas de Defensa de Israel. Hablan de barcos militares que se acercan demasiado, de comunicaciones intimidatorias por radio y de una vigilancia constante que busca desgastarlos psicológicamente. Es un juego del gato y el ratón en medio del mar, donde cualquier error de cálculo o un exceso de nervios puede terminar en un bolonqui mayúsculo. Por ahora, los activistas han dicho que no van a paralizar la navegación y que su compromiso con llegar a Gaza sigue intacto, a pesar de la presión y los riesgos evidentes.
Este escenario trae a la memoria fantasmas de episodios pasados, de otras flotillas que intentaron lo mismo y que terminaron en incidentes graves. Nadie quiere que la historia se repita, pero las posturas parecen irreconciliables. Por un lado, un Estado que defiende su seguridad y su derecho a controlar sus fronteras marítimas, viendo en estos barcos una amenaza potencial y una jugada política en su contra. Por otro, un grupo de civiles de diversas nacionalidades convencidos de que están llevando a cabo una misión justa y necesaria, dispuestos a correr grandes riesgos por una causa en la que creen firmemente. En el medio, una población en Gaza que espera una ayuda que no sabe si llegará y una comunidad internacional que cruza los dedos para que la tensión no escale a más.