Anoche, en una iglesia de Cotacachi, soltaron a cuatro de los 17 militares que estaban retenidos por comunidades indígenas desde el domingo. Un respiro, sí, pero la procesión va por dentro: todavía quedan 13 pibes adentro, la bronca por el paro nacional no afloja un tranco y hay un muerto sobre la mesa. El conflicto en Ecuador está lejos de enfriarse; más bien parece que cada día se le echa más leña al fuego.
La noticia de la liberación llegó como un bálsamo en medio de tanta tensión. Fue el propio Ejército el que confirmó que los cuatro soldados habían sido entregados el lunes por la noche, cerca de las ocho, en la iglesia San Francisco. Un terreno neutral, se ve, para un gesto que busca descomprimir, pero que deja más preguntas que respuestas. Apenas salieron, los muchachos fueron directo al chequeo médico, para ver en qué condiciones estaban después de la odisea. Del resto, de los otros 13 que siguen retenidos, ni una palabra oficial. Un silencio que aturde y que le pone más picante a la incertidumbre de las familias y de todo un país que mira de reojo lo que pasa en la provincia de Imbabura.
Un «secuestro» en medio del conflicto en Ecuador
Para el gobierno de Daniel Noboa, la cosa está clara y no hay grises: fue un «secuestro». De hecho, el Ejército no perdió el tiempo y ya metió una denuncia formal en la Fiscalía, que derivó el caso a una unidad especializada en delincuencia organizada transnacional. Papeles que van y vienen, sellos y burocracia mientras la calle es un hervidero. Pero para entender el cuadro completo, hay que buscarle la quinta pata al gato y rebobinar un poco.
Los militares no estaban de paseo por Cotacachi. Eran parte de un grupo de 50 efectivos que custodiaba un convoy que, de humanitario, para muchos tenía solo el nombre. Se trataba de una caravana de unos 100 vehículos, entre militares y civiles, con el propio presidente Noboa y varios de sus ministros a la cabeza. Un despliegue que, en el epicentro de las protestas, sonó más a una demostración de fuerza que a una simple entrega de ayuda. Fue ahí que unas 350 personas, según las cifras oficiales, les cortaron el paso. La cosa se pudrió rápido: volaron cócteles molotov contra los vehículos y, en medio del caos, los 17 soldados terminaron retenidos por los manifestantes.
Dos relatos, una muerte y un país partido
Y en ese mismo día, en ese mismo lugar, la historia se tiñó de sangre. Efraín Fueres, un comunero indígena, cayó muerto por disparos de las fuerzas de seguridad. Se convirtió así en la presunta primera víctima fatal de este paro convocado por la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE), que ya lleva nueve días paralizando rutas y caldeando los ánimos. A partir de acá, el relato se parte en dos, como el país.
Por un lado, la CONAIE y las organizaciones de base no hablan de un enfrentamiento, sino de una «masacre planificada» y un «crimen de Estado». Denuncian que los militares usaron «balas reales, dinamita y armamento letal» contra la gente. Para ellos, la retención de los soldados no es un secuestro, sino una medida desesperada de respuesta a la represión que sufren en su propio territorio.
Por otro lado, el Ministerio de Defensa tiene su propio libreto. Informan de al menos doce militares heridos desde que arrancó el paro y presentan a su personal como víctimas de una emboscada violenta. Dos versiones que se chocan de frente, sin puentes a la vista, y con una investigación judicial que deberá determinar quién dice la verdad en este embrollo.
La tensión no afloja y el mundo mira de reojo
Mientras tanto, desde afuera, la situación se ve con una preocupación que ya no se disimula. El mandamás de las Naciones Unidas, António Guterres, a través de su vocero, ya manifestó su «profunda» inquietud por el espiral de violencia que está tomando el conflicto en Ecuador, mencionando específicamente la muerte del líder comunero. Un tirón de orejas diplomático que pide a todos los actores que bajen un cambio, que garanticen el «pleno respeto de los Derechos Humanos» y que se sienten a conversar para resolver las disputas «mediante un diálogo inclusivo».
Un pedido que suena lógico desde un escritorio en Nueva York, pero que en las rutas de Imbabura parece una utopía. El paro sigue, las demandas de las comunidades indígenas por temas económicos y territoriales no se han movido un centímetro y la postura del gobierno parece ser la de no ceder ante la presión.
Así las cosas, la liberación de los cuatro soldados es apenas un capítulo en una novela que parece lejos de terminar. Con 13 militares todavía en manos de los manifestantes, un muerto que pesa como una tonelada en la conciencia del país y dos relatos irreconciliables, el futuro inmediato es una incógnita. La gente de a pie, la que labura todos los días y ve cómo sube el precio de la yerba, el pan o la leche por los bloqueos, es la que queda en el medio, esperando que la tormenta pase. Pero por ahora, en Ecuador, solo se ven nubarrones.