Siete años de prisión. Esa fue la condena para Tijani Hasán Hadam, quien fuera ministro de Trabajo en Argelia entre 2019 y 2020, por un caso de corrupción en argelia que implicó el desvío de una cifra que marea: casi 45 millones de dólares. El fallo, emitido por un tribunal especializado en delitos económicos y financieros, pone sobre la mesa una trama que involucra fondos públicos que debían ir a parar a la seguridad social de la gente, a la plata de los laburantes. No se trata de un vuelto, sino de una fortuna que desnuda la profundidad de las prácticas ilícitas que carcomieron al Estado durante años.
Un golpe al corazón del sistema social
Para tener una idea de la magnitud, con ese dinero se podrían construir varios centros de salud de primer nivel o asegurar la canasta básica de miles de familias durante años. La sentencia no solo impone tiempo tras las rejas, sino también un fuerte golpe al bolsillo del exfuncionario, un intento de recuperar algo de lo perdido. La decisión judicial busca sentar un precedente en un país que, desde hace unos años, intenta pasar en limpio su historia reciente, marcada por el despilfarro y el enriquecimiento ilícito de una casta política.
Además de la pena de cárcel, Hadam deberá pagar una multa de un millón de dinares argelinos (más de 6.500 euros) al Tesoro Público. Pero la cifra más pesada es la indemnización de otros 100 millones de dinares (casi 660.000 euros) que tendrá que abonar al Fondo Nacional de Seguridad Social, la misma institución de la que salió el dinero. Es una reparación simbólica, porque la verdadera herida, la de la confianza rota, tarda mucho más en sanar. Este caso es un claro ejemplo de la corrupción en argelia que afectó directamente los recursos destinados a los más vulnerables.
¿Cómo fue el desvío de los fondos?
La maniobra central que investigó la justicia fue la compra de una propiedad. No se trataba de un gasto cualquiera, sino de una operación inmobiliaria de gran escala realizada con fondos de la Seguridad Social, un organismo que el propio Hadam dirigió entre 2015 y 2019, justo antes de que el entonces presidente Abdelaziz Bouteflika lo nombrara ministro. Es decir, la acusación apunta a que usó su poder en una institución clave para desviar dinero hacia un negocio privado. Una clásica avivada de quien se siente impune, manejando los fondos públicos como si fueran propios.
El rol de la Seguridad Social es fundamental en cualquier país: de ahí salen los recursos para las jubilaciones, las licencias por enfermedad o los seguros de desempleo. Desviar fondos de esa caja no es solo un delito financiero; es afectar directamente el respaldo que el Estado le da a los trabajadores y sus familias en los momentos más vulnerables. Es robarle el futuro a los que aportaron toda su vida. La investigación demostró cómo la corrupción en argelia puede infiltrarse en las áreas más sensibles del bienestar social, dejando a la intemperie a millones de ciudadanos.
El caso expone cómo un alto funcionario, encargado de velar por el bienestar de los ciudadanos, habría utilizado su posición para beneficio personal. Esta práctica, lamentablemente repetida en distintos rincones del planeta, genera una profunda desconfianza en las instituciones y alimenta el cinismo popular. Cuando la gente ve que la plata de sus aportes termina en el bolsillo de un político, el pacto social se quiebra. Reconstruirlo es una tarea titánica.
Una red de complicidades: las otras condenas
El fallo judicial dejó en claro que Hadam no actuó solo. Una operación de este calibre no se hace en soledad. La trama de corrupción en argelia necesitó de una red de cómplices que facilitaron la operación desde distintos lugares del Estado y el sector privado, cada uno aportando su pieza al rompecabezas delictivo. Por eso, las condenas se extendieron a otros involucrados, demostrando que la responsabilidad fue compartida.
El promotor inmobiliario que vendió el edificio recibió la misma pena que el exministro: siete años de prisión. Su participación fue crucial, ya que sin un vendedor dispuesto a entrar en el juego, la maniobra no hubiera sido posible. Su empresa, además, fue multada con cinco millones de dinares (cerca de 33.000 euros) y se ordenó la confiscación de todos sus bienes, tanto inmuebles como cuentas bancarias. Un mensaje claro: el sector privado que se presta a estos esquemas también debe pagar las consecuencias.
La justicia también apuntó a la esfera política local. Los exalcaldes de Kuba, la localidad de Argel donde se encuentra el edificio en cuestión, fueron condenados a cuatro años de cárcel y al pago de una multa de 500.000 dinares (casi 3.300 euros) cada uno. Su participación habría sido clave para habilitar o facilitar los trámites de la compraventa, aceitando los engranajes burocráticos para que la operación ilegal pareciera legítima. Esto evidencia cómo la corrupción en argelia no es solo un problema de la alta política, sino que se ramifica hasta los niveles municipales.
Finalmente, el exdirector de bienes estatales también fue sentenciado a tres años de prisión y a pagar una indemnización de 200.000 dinares (poco más de 1.300 euros), por su rol en la validación de una transacción que, según la justicia, era a todas luces ilegal. Las acusaciones formales fueron variadas y graves: malversación de fondos públicos, abuso de poder, concesión de privilegios indebidos y celebración de contratos violando la ley. Un combo de delitos que dibuja un esquema de corrupción sistémica diseñado para drenar recursos del Estado.
El fantasma del Hirak y la «limpieza» judicial
Este juicio no puede entenderse sin el contexto del Hirak, el masivo movimiento de protesta pacífica que sacudió Argelia en 2019 y forzó la caída de Bouteflika tras veinte años en el poder. Una de las principales banderas de los manifestantes era, precisamente, el fin de la corrupción endémica y el enjuiciamiento de los símbolos de ese sistema. La consigna «que se vayan todos» resonaba en las calles, exigiendo una renovación total y el fin de la impunidad. La lucha contra la corrupción en argelia se convirtió en una demanda popular ineludible.
Tras la salida de Bouteflika, el nuevo poder, encabezado por el presidente Abdelmadjid Tebboune, lanzó una campaña de «manos limpias» que llevó a la cárcel a decenas de altos funcionarios del antiguo régimen, incluyendo a dos ex primeros ministros, Ahmed Ouyahia y Abdelmalek Sellal. Para algunos, estos juicios son una prueba de que el cambio es real. Para otros, más escépticos, no son más que un ajuste de cuentas entre facciones del poder, una forma de purgar a los viejos clanes para dar paso a los nuevos. La verdad, probablemente, esté en un punto intermedio. Lo innegable es que la presión social obligó al sistema judicial a actuar sobre casos de corrupción en argelia que antes dormían en los cajones.
La condena de Hadam se inscribe en esta ola de procesos judiciales que buscan desmantelar, al menos en parte, el andamiaje de la cleptocracia. Sin embargo, el desafío sigue siendo monumental. No basta con encarcelar a algunos nombres conocidos; es necesario reformar las instituciones, garantizar la independencia de la justicia y crear mecanismos de control ciudadano efectivos para que la historia no se repita. La corrupción en argelia es un mal profundo, y su erradicación requiere más que sentencias resonantes.