Uruguay en el siglo veintiuno: un cambalache que no deja de sonar
Que el mundo fue y será una porquería ya lo sabíamos, pero la realidad política uruguaya de este 2025 parece empeñada en demostrarnos que Discépolo no era un pesimista, sino un visionario con una precisión quirúrgica. En los últimos meses, el país ha asistido a un desfile de episodios que harían sonrojar al más cínico de los tangueros. Desde venias diplomáticas otorgadas por amiguismo hasta el desprecio absoluto por la carrera administrativa, la sensación térmica en la calle es una sola: estamos revolcados en un merengue donde, efectivamente, da lo mismo ser derecho que traidor.
El «atropello a la razón» del que hablaba el tango se ha institucionalizado en las oficinas del Estado. Ya no se trata de casos aislados; la realidad política uruguaya nos muestra una estructura donde el mérito ha sido reemplazado por la tarjeta del partido. Cuando vemos que para representar al país en el exterior no se necesita haber terminado el liceo, sino tener los contactos adecuados en la torre ejecutiva o en los pasillos parlamentarios, queda claro que el escalafón ha muerto y que los inmorales, finalmente, nos han igualado a todos por lo bajo.
El despliegue de maldad insolente y la falta de respeto
Si algo caracteriza a la realidad política uruguaya contemporánea es la pérdida total del pudor. Antes, el «acomodo» se hacía entre susurros y por la puerta de atrás; hoy se defiende con soberbia en conferencias de prensa y redes sociales. Se invoca la «confianza política» como una patente de corso para saltarse cualquier normativa ética. Esta insolencia es la que genera el mayor divorcio con el ciudadano de a pie, aquel que tiene que romperse el lomo estudiando y concursando para conseguir un puesto que, a menudo, termina ocupando el «hijo de» o el «amigo de».
La falta de respeto no es solo hacia las leyes, sino hacia la inteligencia del uruguayo. Cuando la dirigencia intenta justificar lo injustificable, lo que hace es hundir un poco más la vara de la realidad política uruguaya. Vivimos en un presente donde se nos dice que «todo es igual» y que «todo es mejor», mientras los indicadores de transparencia retroceden y la burocracia se vuelve un laberinto diseñado para proteger a los propios y castigar al ajeno. El «siglo veinte» de la canción ya quedó atrás, pero sus vicios parecen haber encontrado un terreno fértil en este Uruguay que se dice moderno.
Entre el cura y el colchonero: la amalgama del lodo criollo
Discépolo decía que en el mismo lodo todos nos manoseamos, y la realidad política uruguaya de hoy es la prueba fehaciente de esa mezcla viscosa. No importa el color del cuadro ni la ideología que se pregone en los estrados; cuando llegan al poder, muchos parecen sucumbir a la misma tentación de igualar al sabio con el ignorante. La crisis de valores no es patrimonio de un solo sector, es un mal sistémico que ha permeado las instituciones más sagradas de la República, desde los ministerios hasta las juntas departamentales, convirtiendo al Estado en un botín de guerra.
Esta realidad política uruguaya nos ha llevado a un punto de saturación donde la indignación ya ni siquiera sorprende. Nos hemos acostumbrado a que «cualquiera es un señor, cualquiera es un ladrón», y esa es quizás la derrota más amarga. Cuando el ejemplo viene desde arriba y el mensaje es que el esfuerzo no vale nada frente a la lealtad partidaria, se rompe el contrato social que alguna vez hizo de este país una excepción en la región. El «merengue» hoy es una masa pegajosa de favores devueltos y deudas políticas que terminamos pagando todos con nuestros impuestos.
¿Hacia dónde va este cambalache oriental?
Mirar la realidad política uruguaya a través del lente de Discépolo nos obliga a hacernos preguntas incómodas. ¿Es posible recuperar la decencia cuando la trampa se ha vuelto la norma? El país parece estar en un bucle temporal donde las discusiones de 1934 son más actuales que las promesas de campaña para el 2030. La desazón del hincha de fútbol con la Selección, la frustración del trabajador con la inflación y el hartazgo del joven que ve en el aeropuerto la única salida, son todas notas de un mismo tango que suena cada vez más fuerte en las radios de Montevideo y el interior.
No hay aplazados ni escalafón en esta carrera hacia el fondo. El desafío para el futuro no es solo ganar una elección, sino limpiar el lodo que se ha acumulado en los engranajes del poder. Mientras la realidad política uruguaya siga premiando al caradura por encima del idóneo, seguiremos escuchando el eco de ese bandoneón que nos recuerda que, a pesar de los discursos de progreso, seguimos estancados en el mismo barro de siempre. La historia nos juzgará, pero por ahora, el «atropello a la razón» sigue siendo el pan de cada día en el paisito.
¿Será que los uruguayos finalmente hemos aceptado que el cambalache es nuestro destino inevitable, o queda todavía algún resto de rebeldía para limpiar el lodo antes de que nos tape por completo?