En un escenario que a más de uno le sonará familiar, casi como una mala costumbre que se repite, la política de alto vuelo en Estados Unidos se olvidó, una vez más, de la gente de a pie y se encamina a un nuevo cierre de gobierno. La cosa se puso tan espesa que la Casa Blanca, sin pelos en la lengua, mandó una circular este martes a las agencias federales para que empiecen a prepararse para bajar la persiana. ¿La razón? El mismo quilombo de siempre: un tira y afloje en el Senado donde republicanos y demócratas no se ponen de acuerdo con la guita del presupuesto, un trámite que allá conocen como la ley H.R. 5371 y que se convirtió en el campo de batalla de una guerra ideológica mucho más profunda.
Crónica de un bloqueo anunciado
Con el reloj corriendo y la medianoche como fecha límite, la situación tiene toda la pinta de un final de película de suspenso, pero sin héroes. Sin más reuniones a la vista y con las negociaciones empantanadas, la Oficina de Presupuesto de la Presidencia, comandada por Russell Vought, se adelantó a los hechos y pateó el tablero. En un documento que no se anduvo con chiquitas, le tiró toda la responsabilidad a la oposición, acusando a los demócratas de “forzar el cierre del Gobierno” con lo que calificaron de “descabelladas exigencias políticas”. Según la narrativa de la administración de Donald Trump, el nudo del problema es un pedido de un billón de dólares extra en gastos nuevos, una cifra que marea solo de leerla y que, para los republicanos, es una locura fiscal. Este cruce de acusaciones no es más que el prólogo de lo que podría ser un prolongado cierre de gobierno, donde cada bando busca que el otro pague el costo político.
El comunicado oficial deja un tendal de incertidumbre y un aire enrarecido en los pasillos de Washington. “No está claro cuánto tiempo mantendrán los demócratas su postura insostenible”, advierte el texto, dejando en el aire la duración del parate y jugando con la ansiedad de millones. Mientras tanto, en una movida que roza lo surrealista, le piden a los empleados que vayan a laburar en su próximo turno, pero no para cumplir sus tareas habituales, sino para organizar el propio cierre de su lugar de trabajo. Imaginate la escena: llegar a la oficina para desconectar tu propia computadora y ponerle candado a la puerta. Una situación, como mínimo, insólita, que demuestra hasta qué punto el sistema puede volverse contra sí mismo cuando la política falla. La amenaza de un cierre de gobierno se ha convertido en una herramienta de negociación, un arma de presión que deja a la burocracia en un limbo kafkiano.
¿Quién paga los platos rotos? El laburante federal en la cuerda floja
Acá es donde la cosa se pone más áspera y el debate de los números macroeconómicos le deja lugar al drama humano. Más allá de los discursos encendidos y las pulseadas en los pasillos del poder, hay 750.000 trabajadores federales, considerados “no esenciales”, que se quedan en casa, suspendidos y sin ver un mango hasta que los políticos se dignen a llegar a un acuerdo. Para miles de familias, esto no es una discusión teórica; es la incertidumbre de no saber si van a poder pagar el alquiler, la leche de los gurises o llenar el tanque para moverse. Es el laburante común, el que cumple horario y paga sus impuestos, el que termina siendo el jamón del sándwich en estas peleas de arriba. El impacto humano de un cierre de gobierno es inmediato y brutal.
Por otro lado, tenés a los trabajadores “esenciales”: los militares en bases repartidas por el mundo, los agentes de seguridad en los aeropuertos, los guardias de las prisiones federales. Ellos tienen que seguir yendo al laburo, poniendo el cuerpo y cumpliendo con su deber, pero con el pequeño detalle de que no van a cobrar su sueldo. Trabajar gratis, básicamente, mientras esperan que la clase política resuelva sus entuertos. En este contexto, el propio Trump le echó más leña al fuego, deslizando ante la prensa que podría haber despidos permanentes, una medida que se sale completamente del libreto habitual. Lo normal es que, una vez superado el conflicto, se les pague a los trabajadores el sueldo retroactivo por los días no trabajados, pero esta amenaza introduce un nivel de crueldad y precariedad inédito. El miedo a que este cierre de gobierno sea distinto, más duro, empieza a calar hondo.
El nudo del conflicto: una pelea de fondo por la guita y la salud
Para entender por qué se llegó a este punto, hay que buscarle la quinta pata al gato. El proyecto de ley que no caminó en el Senado buscaba asegurar los fondos para que las agencias federales sigan funcionando en el año fiscal 2026. Sin embargo, la última votación terminó 55 a 45, lejos de los 60 votos que necesitaban los republicanos para que la cosa avanzara, un número mágico requerido por las reglas del Senado para evitar el filibusterismo. El diablo, como siempre, está en los detalles y en las profundas diferencias ideológicas que separan a los dos partidos. Este fracaso legislativo es el gatillo directo del cierre de gobierno.
Buena parte de la discusión se centró en un tema que divide aguas en Estados Unidos: la atención sanitaria. Los demócratas se plantaron firmes, exigiendo que se renueven los subsidios para los seguros de salud del famoso programa Obamacare, una herencia de la era Obama que el gobierno de Trump intentó desmantelar por todos los medios. Asimismo, la bancada opositora buscaba dar marcha atrás con los recortes a Medicaid, un programa de salud para gente de bajos recursos y discapacitados, que se habían metido de contrabando en la reforma fiscal de principios de año. En resumen, no es solo una pelea por plata, es una batalla por dos modelos distintos de país y sobre quién debe hacerse cargo de la salud de la gente. Cuando las posturas son tan irreconciliables, un cierre de gobierno se vuelve casi inevitable.
Un déjà vu político: la historia se repite y nadie aprende
Este inminente cierre de gobierno no es ninguna novedad en la política estadounidense; es casi una tradición tóxica. Sería el número 14 en su historia y el primero desde 2019, cuando el país vivió una parálisis de cinco semanas, la más larga de la historia, justo durante las fiestas de fin de año, también bajo el mandato de Trump y por la financiación de su famoso muro fronterizo. Parece una crónica de un bloqueo anunciado, una herramienta de presión política que se usa una y otra vez, sin importar las consecuencias para la economía o para los ciudadanos que dependen de los servicios del Estado. Cada cierre de gobierno deja cicatrices, erosiona la confianza y le cuesta al país miles de millones de dólares en productividad perdida.
La repetición de este ciclo es alarmante. Nos habla de una polarización extrema, donde el compromiso y el acuerdo son vistos como una debilidad. La lógica del «todo o nada» se impone sobre el bien común. El recuerdo del cierre de gobierno anterior todavía está fresco, con imágenes de parques nacionales cerrados, museos con las puertas con candado y una sensación de disfuncionalidad que recorrió el mundo. Que se vuelva a recurrir a esta medida extrema demuestra que pocas lecciones se aprendieron. Al final del día, mientras en Washington se miden las fuerzas y se reparten culpas en conferencias de prensa, la realidad es que el gobierno de la principal potencia mundial queda en pausa. Se detienen trámites, se frenan servicios y se genera una desconfianza que cala hondo. Una dinámica que, salvando las distancias, nos recuerda que cuando la política se enfrasca en sus propias batallas, los que terminan esperando el bondi bajo la lluvia son siempre los mismos. El cierre de gobierno es, en definitiva, el fracaso de la política para servir a la gente.