El mundillo del cine, o lo que queda de él, se juntó en la iglesia de Saint-Roch de París para decirle chau a claudia cardinale, una de las últimas figuritas difíciles de la época dorada del cine europeo. Cientos de caras conocidas, familiares y algún que otro colado se dieron cita en la que llaman la «parroquia de los artistas», un lugar con más historia en el espectáculo que en la fe, para despedir a la actriz que, siendo más tana que el tuco, eligió la capital francesa para pasar sus últimos años.
claudia cardinale
El aire adentro era espeso, una mezcla de respeto y nostalgia por un tiempo que ya fue. Flores por todos lados y mensajes que recordaban una carrera de más de sesenta años, un laburo que dejó una marca a fuego en la pantalla grande. Pero más allá del homenaje formal, la ceremonia dejó flotando una pregunta: ¿quién fue realmente esta mujer que se convirtió en un ícono global casi sin quererlo? Porque la historia oficial, la del glamour y los festivales, a veces se olvida de los detalles, de las vueltas de tuerca que hacen a una vida de película.
¿Ícono a la fuerza? La construcción de una estrella
Para buscarle la quinta pata al gato, hay que arrancar por el principio. Claude Joséphine Rose Cardinale, como decía su documento, nació en Túnez en 1938. Hija de sicilianos, una piba de la colectividad, lejos, muy lejos de los flashes de Roma o París. Su ascenso fue meteórico a fines de los 50, en una Italia que se lamía las heridas de la guerra y necesitaba fabricar nuevos mitos. La Cardinale, con esa belleza mediterránea que partía la tierra, les vino como anillo al dedo.
Pero acá empieza lo curioso. A diferencia de otras divas de la época, que basaban todo en el escándalo o en una personalidad arrolladora, claudia cardinale tenía otra cosa. Una versatilidad que la dejaba bien parada en un dramón de autor o en una superproducción de Hollywood. Sin embargo, había un truco, un secreto a voces que hoy sería un escándalo: en sus primeras películas italianas, su voz, naturalmente grave y medio cascada, era doblada. Una locura, ¿no? La actriz que todos veían no era la que escuchaban. Esto, que podría haberle jugado en contra, le sumó un aura de misterio, como si fuera un personaje inalcanzable. Se bancó trabajar con los capos más grandes del momento, tipos como Federico Fellini, Luchino Visconti o Sergio Leone, que no buscaban una carita bonita, sino una presencia que llenara la pantalla, que contara una historia sin siquiera abrir la boca. Y vaya si lo hizo.
Los laburos que la pusieron en el mapa
El legado de claudia cardinale está pegado a un puñado de películas que hoy son de manual. Pero no era una actriz de reparto de lujo; en cada uno de esos laburos, metió un cuerpo y una mirada que fueron clave para que esas cintas se volvieran eternas.
- Rocco y sus hermanos (1960): Con Visconti, hizo de Ginetta. Un papel secundario, sí, pero fundamental para entender el dramón de una familia del sur que se va a buscar un mango a Milán y se da la cabeza contra la pared. Pura vida real.
- El gatopardo (1963): Otra vez con Visconti, acá se recibió de estrella. Era Angelica, el símbolo de la nueva burguesía que llegaba para patear el tablero de la vieja aristocracia. Una bomba de sensualidad y ambición al lado de dos monstruos como Alain Delon y Burt Lancaster.
- Ocho y medio (8½) (1963): En la obra maestra de Fellini, se convirtió en la musa, la visión idealizada del director protagonista. Representaba la pureza, la inspiración. La pregunta que queda picando es: ¿era ella o la fantasía que un tipo como Fellini tenía de la mujer perfecta? Un debate para el café.
- Hasta que llegó su hora (1968): En el western épico de Sergio Leone, demostró que se bancaba cualquier género. Su Jill McBain es una de las mujeres más fuertes de la historia del cine: una viuda con más agallas que todos los cowboys juntos, peleando sola por un pedazo de tierra. ¿A quién no le resuena eso?
- Fitzcarraldo (1982): Se metió en un quilombo de filmación en la selva amazónica con el alemán Werner Herzog, un tipo famoso por ser más complicado que un motor de heladera. Ella, como Molly, le puso carisma y solidez a una película que casi no se termina. Una profesional con todas las letras.
Entre París y Roma: ¿ciudadana de dos mundos o extranjera en todos lados?
Aunque su nombre es sinónimo de cine italiano, la relación de Claudia Cardinale con Francia fue un capítulo aparte. Se instaló en París en los años 70 y la ciudad se transformó en su casa. Este doble domicilio enriqueció su carrera, pero también la puso en un lugar ambiguo. Para los franceses, era su italiana de lujo, un ícono adoptado que hablaba su idioma y trabajaba con sus directores. La respetaban, claro, pero siempre con ese dejo de ser «la de afuera».
Por otro lado, para muchos italianos, fue la que se «afrancesó», la que se fue a buscar otras oportunidades. Esta dualidad, lejos de ser un problema, quizás fue el secreto de su vigencia. No pertenecía del todo a ningún lado y, por eso mismo, pertenecía al mundo entero. El homenaje en París, entonces, cierra ese círculo. Es el adiós de la ciudad que la cobijó, pero también la confirmación de que su figura siempre estuvo en tránsito, como un puente entre dos culturas cinematográficas que se miraban con recelo y admiración.
Al final del día, el telón cayó en Saint-Roch para una vida dedicada al cine. Pero la imagen de claudia cardinale, esa que te fulminaba desde la pantalla, queda para rato. No fue solo una actriz; fue un símbolo de independencia, una laburante que se abrió camino con la mirada y una fuerza que no necesitaba levantar la voz. La pregunta es si en este mundo de redes sociales y consumo rápido queda lugar para silencios que, como los de ella, decían mucho más que cualquier discurso.