Inicio PolíticaDictadura en Uruguay: señales de alerta en una democracia que se desgasta

Dictadura en Uruguay: señales de alerta en una democracia que se desgasta

El exintendente Irineu Riet Correa advierte sobre debilidad institucional, exclusión social y un sistema político cada vez más distante de la gente.

por Gonzalo Sualina
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El debate sobre la democracia y el riesgo autoritario vuelve a instalarse desde el interior del país.

Señales de alerta de una dictadura en Uruguay ya no es una palabra que aparezca únicamente ligada al pasado. Para algunos actores políticos del interior, empieza a funcionar como una señal de alerta frente a un proceso de desgaste institucional que, aunque no adopta formas abruptas, avanza de manera silenciosa y persistente.

El exintendente de Rocha Irineu Riet Correa planteó una visión crítica sobre el estado actual de la democracia uruguaya, señalando que el problema no reside en episodios puntuales, sino en un modelo de desarrollo que lleva décadas funcionando y que ha generado exclusión, empobrecimiento y pérdida de confianza en las instituciones. Según su análisis, el sistema político se ha ido alejando progresivamente de la vida cotidiana de la gente, mientras se consolida una estructura de poder cada vez más concentrada.

Riet Correa sostiene que el malestar social no surge de un “calentón” pasajero, sino de una acumulación de frustraciones. Tarifas que suben, impuestos que aparecen, promesas de campaña que no se cumplen y una política que no ajusta sobre sí misma conforman un escenario que debilita el vínculo entre ciudadanía y democracia. En ese contexto, la idea de “orden” comienza a ganar terreno como respuesta emocional frente al caos percibido.

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Uno de los elementos que más le preocupa es la pérdida de credibilidad institucional. Para el exintendente, la gente ya no confía en las instituciones porque siente que han fallado de forma reiterada. La democracia, reducida casi exclusivamente al acto electoral cada cinco años, deja de ser percibida como un sistema que canaliza demandas y resuelve conflictos. Pasa a ser vista como una formalidad que legitima decisiones tomadas lejos del control ciudadano.

En su diagnóstico, Riet Correa apunta a una clase política que, en términos generales, se ha convertido en administradora de un modelo económico y social que profundiza desigualdades. No se trata, según remarca, de partidos en particular, sino de una lógica transversal que atraviesa a buena parte del sistema político y que responde a intereses económicos concentrados, muchas veces asociados a procesos extractivos y a la apropiación de recursos naturales.

La exclusión social aparece como otro eje central del análisis. El exintendente describe una pobreza estructural que se reproduce de generación en generación, acompañada por políticas asistencialistas que, lejos de ofrecer salidas, terminan consolidando la dependencia. En ese marco, la inseguridad y el avance del crimen organizado no son fenómenos aislados, sino consecuencias directas de un entramado social deteriorado.

Riet Correa también cuestiona el rol de la educación, a la que considera cada vez más alejada de la formación de ciudadanos críticos. A su entender, el sistema educativo ha dejado de fomentar el pensamiento analítico y la rebeldía necesaria para cuestionar el orden establecido, contribuyendo a una sociedad más domesticada y menos participativa.

Otro aspecto que subraya es el papel de los grandes medios de comunicación, a los que señala como parte de un engranaje que contribuye a invisibilizar los problemas de fondo y a desviar la atención hacia disputas menores. Esa combinación de poder político, económico y mediático refuerza la sensación de que las decisiones reales se toman por fuera del alcance ciudadano.

En este contexto, la palabra dictadura no aparece como una reivindicación explícita, sino como una consecuencia posible de un proceso de degradación democrática. Para Riet Correa, el riesgo no está en un quiebre abrupto del sistema, sino en una deriva lenta hacia un régimen cada vez más autoritario en los hechos, aunque conserve las formas institucionales.

La advertencia final es clara: cuando la gente siente que siempre pierde y que el Estado siempre gana, el incentivo para defender el sistema se diluye. La democracia deja de ser un valor compartido y se transforma en una estructura vacía, incapaz de canalizar el conflicto social que se acumula por debajo de la superficie.

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