En medio de blindajes y rumores de cambio, las calles reflejan un pueblo dividido entre resistencia y control absoluto.
El régimen blinda el país con fuerzas armadas y civiles armados. Pero la oposición desafía con su propio líder exiliado, en una apuesta que eleva la tensión.
En Caracas no hay silencio, y mucho menos calma. Las calles están blindadas, los rumores vuelan y las caras de la gente, esa gente que camina rápido y mira de reojo, lo dicen todo: algo se viene. Nicolás Maduro está por jurar un nuevo mandato. Uno más. Seis años más en el poder, aunque para muchos la palabra “mandato” ya no tiene ningún peso. En un país dividido entre quienes resisten y quienes obedecen, la palabra clave es otra: control. Control absoluto de cada esquina, cada ruta y, sobre todo, de cada miedo.
Mientras tanto, las motos de los colectivos rugen. Esos grupos parapoliciales que el chavismo utiliza como brazo armado están más presentes que nunca, recorriendo barrios, vigilando y dejando claro que cualquier manifestación será silenciada antes de que pueda tomar fuerza. La consigna es clara: no hay margen para el caos. Pero en Venezuela, el caos nunca pide permiso.
Diosdado Cabello, el verdadero músculo del régimen, no se guarda nada. Desde el Ministerio del Interior lanza advertencias a la oposición, a los “traidores” que intentan torcer el rumbo de la Revolución Bolivariana. Lo hace sin sutilezas, porque la política en este país dejó de ser diplomacia hace rato. Acá se trata de lealtades y traiciones. O estás con ellos o sos el enemigo.
El gobierno apretó el acelerador de la represión. En las últimas semanas, se multiplicaron las detenciones de opositores. Entre ellos, Enrique Márquez, excandidato presidencial, y Carlos Correa, referente de derechos humanos. Pero el golpe más duro fue para Edmundo González Urrutia, el líder opositor exiliado en España. Detuvieron a su yerno, Rafael Tudales, como un mensaje directo: nadie está a salvo.
Del otro lado, la oposición no baja los brazos. María Corina Machado, que viene jugando al gato y al ratón con el régimen, reapareció públicamente para convocar a las calles. “Llegó la hora de la definición”, dijo, mirando directo a los ojos de quienes todavía dudan. Su mensaje es tan desafiante como esperanzador. Promete que González Urrutia regresará al país este viernes para asumir el cargo de presidente legítimo. ¿Suena a locura? Tal vez. Pero en Venezuela, la realidad supera cualquier ficción.
Las fuerzas armadas del gobierno no solo están desplegadas por las ciudades, sino que se han convertido en un actor clave del conflicto. No son meros espectadores, son los pilares sobre los que Maduro sostiene su poder. Se habla de trabajadores de empresas públicas armados con fusiles de guerra, y de retenes militares en rutas y accesos clave. Cada puesto de control es una advertencia: el que quiera cruzar, que se atenga a las consecuencias.
El aislamiento internacional de Maduro se siente cada vez más fuerte. Ni Colombia ni Brasil estarán en la ceremonia de jura. Los presidentes de ambos países, que hasta hace poco eran sus aliados, ya no lo respaldan. Tampoco asistirán embajadores europeos ni mandatarios de la región. Los pocos que todavía le dan la mano son los eternos: Cuba, Nicaragua y, posiblemente, un enviado de México. Pero el mensaje es claro: la comunidad internacional ya no mira para otro lado.
Sin embargo, el gobierno sigue jugando su carta de siempre: la narrativa del bloqueo. Maduro insiste en que no están aislados, sino bloqueados por Estados Unidos. Y, en lugar de buscar apoyo en sus vecinos latinoamericanos, apuesta por alianzas más lejanas y peligrosas: Rusia, Irán y China. Los que lo critican aseguran que estas alianzas no son más que la confirmación de un giro hacia el autoritarismo más extremo.
La tensión crece minuto a minuto. En las calles, se siente que algo está por estallar. Nadie sabe cómo terminará el día de la jura de Maduro, pero todos entienden que será un punto de inflexión. Trepiccione, un analista que sigue de cerca la situación, lo describió con crudeza: “El chavismo está aferrado al poder, pero la voluntad de cambio está ahí. Son dos posturas irreconciliables. Esto no va a terminar bien”.
Lo que se juega no es solo una jura presidencial. Es el futuro de un país que lleva más de dos décadas atrapado en una lucha de poder sin tregua. Y mientras tanto, el pueblo sigue caminando rápido, con la cabeza gacha, esquivando las balas y esperando un desenlace que parece no llegar nunca.
Las motos siguen rugiendo. Las calles están más vigiladas que nunca. Pero, a pesar del miedo, hay quienes todavía se animan a alzar la voz.
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